Hay momentos en los que una imagen no vale más que mil palabras o en los que mil palabras no son suficientes para expresar tantas emociones. Es por eso que en esta ocasión no he tomado fotos, siquiera una.
Un día, diferente a la mayoría de jornadas de mi vida entera, decidí despertar muy temprano para conocer a la Beijing naciente, esa que comienza a respirar cuando el alba da sus primeros suspiros.
Gente desayunando, dialogando en voz alta, llamando a sus vecinos para disfrutar juntos de un tofu gelatinoso o de un caliente Chaogan. Esa es Beijing, la gigantesca y monstruosa ciudad que resulta tan amena y relajada en horarios tan tempraneros.
Caminando, me dirigí a un parque cercano a mi domicilio, el Lao Shan gong yuan, en el distrito de Shijingshan. Arribo al sitio y un joven de la tercera edad se acerca a mí invitándome a jugar una partida de ping-pong o tenis de mesa. Mi experticia en este juego no es de lo más agraciada, pero he compartido varias noches con mis amigos argentinos, esos con los que crecí en mi ciudad natal, quebrando muñecas y provocando tortícolis en mis rivales más de una vez. Sobre todo recuerdo aquel último encuentro con mis camaradas, cuando mantuve un invicto de tres partidos consecutivos contra Milton, Nicolás y Adriel. Esas breves experiencias, que no pasan de noches de asado o de extensas tardes de mates amargos en lluviosos inviernos, no son comparables a las de mis rivales en el gigante asiático.
El Ping-pong es el deporte nacional de China y, por ende, es de suponer que hay muchos y muy buenos jugadores. Mi colega, Li Tie, me comenta que lo practican en la escuela y desde muy pequeños. Así como en Sudamérica nos reunimos a deleitarnos con la magia del fútbol, aquí se ven partidos de ping-pong que transcurren a una velocidad dos mil kilómetros por hora, con la adrenalina despidiéndose de las muñecas de los comensales reunidos a la mesa, sirviendo a los espectadores un plato con efectos desopilantes, lanzamientos a súper velocidad o saltos en suspensión que no responden a las leyes de la física.
Muchos de los chinos toman las paletas al revés, eso es algo que llama la atención, y según Li Tie es una elección que se hace de pequeño, así como nuestro cerebro en algún momento nos señala que somos zurdos o derechos para escribir o pensar.
En los campeonatos televisados, en los que participan representantes de diversas naciones, suelen verse finales de chinos contra chinos. Curioso, la explicación la encontramos en una fábula de Han Fei Zi. En el Reino de Chu había un hombre que vendía lanzas y escudos. Aquel señor, sostenía que poseía escudos tan sólidos que nada podía atravesarlos y lanzas tan agudas que podían atravesar cualquier objeto. Un día alguien le preguntó qué pasaría si una de sus lanzas chocara con uno de sus escudos y el hombre no supo dar una respuesta. Es por eso que en el tenis de mesa los chinos sólo pueden ser vencidos por chinos.
Tras el encuentro con aquel señor tan amable, que me adiestro por unos minutos en el deporte nacional de china, una señora muy risueña me enseñó que además el juego es un arte. Con sus pequeñas y delicadas manos, apenas utilizando dos de sus dedos, sostenía la paletilla y no dejaba de sonreír y de mirarme a directo a los ojos.
El tenis de mesa no es sólo un juego o un deporte, es parte de la esencia del pueblo chino, el que nunca deja de sonreírle a la vida.