En este programa de la serie "Historia Olímpica", dirigiremos nuestra atención a quienes, a diferencia de los atletas, no competían en los Juegos Olímpicos, pero desempeñaban en ellos un papel de la mayor importancia. Nos referimos a los jueces o árbitros.
En las Olimpiadas de la antigua Grecia, los árbitros gozaban de amplios poderes. Ataviados con una túnica púrpura y una corona de olivo, empuñaban siempre un látigo, símbolo de su plena autoridad para castigar a los atletas que infringieran las reglas.

En comparación con los árbitros de hoy en día, los de aquellos tiempos tenían muchas más atribuciones y responsabilidades. Un mes antes de que empezaran los Juegos, los atletas debían reunirse en un lugar cercano al de su celebración para aprender punto por punto las reglas de las pruebas. A su vez, los jueces, atendiéndose a complicados criterios, seleccionaban a quienes consideraban aptos para competir. De este estricto proceso de selección nos ocuparemos en futuros programas. En todo caso, los árbitros eran quienes decidían la suerte de los atletas.
Durante este período, además de supervisar la preparación de los atletas, los árbitros les explicaban los puntos a los que debían prestar de atención así como las exigencias éticas de las pruebas. En este sentido, también desempeñaban el papel de entrenadores.
Pero la tarea más importante de los jueces consistía en hacer llegar a todas las ciudades-estado de la antigua Grecia la orden de la tregua sagrada, un acuerdo de cuya importancia nos da una idea el hecho de que a lo largo de más de mil años garantizó la celebración de los Juegos Olímpicos. Poco antes de su inicio, los árbitros encendían una llama con el fuego sagrado que ardía en el Monte Olimpo y luego la llevaban a caballo hasta cada una de las ciudades-estado. Con este acto simbólico, se decretaba una tregua y la apertura de todos los caminos cerrados por las guerras, de modo que las gentes de todas las partes del país pudieran llegar hasta donde se disputaban los Juegos. Gracias al papel de mensajeros desempeñado por los árbitros, cada cuatro años, durante esta solemne fiesta deportiva, los griegos podían disfrutar de la paz.
Los antiguos árbitros también se encargaban de dirigir el juramento de los atletas ante el templo de Zeus, organizar la disputa de las pruebas, designar a los ganadores y aplicar sanciones. El trabajo de los árbitros actuales resulta mucho más llevadero, pero no es menos cierto que su rango no puede compararse con el de sus predecesores.
Curiosamente, durante siglos en las Olimpiadas solo hubo un árbitro, número que con el tiempo aumentó sin llegar nunca a sobrepasar los diez. En constaste, los Juegos Olímpicos de Invierno de Turín, celebrados el año pasado, contaron con unos 650 jueces, cifra que en los de verano llega a varios miles.
En los primeros dos siglos de la celebración de las Olimpiadas, el rey era el único juez y se encargaba de todo. Posteriormente, y durante casi mil años, los jueces fueron elegidos por los habitantes de Elis de entre las familias nobles de dicha ciudad-estado. Al principio se elegían dos, número que fue aumentando hasta que en el 480 a. de C. llegó a nueve: tres para el pentatlón, tres para las carreras de cuadrigas y tres para las demás pruebas. Entre estos nueve árbitros se nombraba a un jefe. Más tarde, en los centésimo octavos Juegos, los celebrados en el 384 a. de C., el número de árbitros se fijó en diez, cifra que se mantuvo hasta el ocaso de las Olimpiadas.
Dado que todos los árbitros provenían de una sola ciudad-estado, cabe preguntarse cómo se garantizaba su imparcialidad. Una de las principales garantías era la formulación de un juramento ante el templo de Zeus, acto de una solemnidad imponente en el que intervenían todos los participantes en los Juegos. Según la mitología griega, Zeus, padre de los dioses y los mortales, defiende el orden cósmico con sus rayos y truenos. Los griegos creían firmemente que Zeus infligía los castigos más severos a quienes quebrantaban los juramentos formulados ante él. De ahí que muy pocos árbitros se atrevieran a romper el juramento olímpico.
Los árbitros juraban que rechazarían todo tipo de sobornos y cumplirían su función de buena fe y de manera imparcial. Pero además de tomarles juramento, para garantizar su ecuanimidad se aplicaban otras medidas. Por ejemplo, los árbitros no podían abrir las cartas recibidas durante los nueve meses anteriores a los Juegos hasta después de que finalizaran. En general, hay razones para creer que la mayoría de los jueces eran tan estrictos como imparciales. Con su desinteresada labor se granjeaban la confianza del público y, aunque entre los miembros de sus familias surgían también campeones olímpicos, al parecer no solía haber quejas ni recelos sobre su actuación.
En los Juegos de la antigüedad, siempre cabía la posibilidad de recurrir las decisiones de los jueces. Si se confirmaba que el árbitro había cometido un error, se le sancionaba con una elevada multa. Sin embargo, las decisiones tomadas en el transcurso de las pruebas eran irrevocables, principio que sigue observándose en las competiciones deportivas actuales, incluidas las Olimpiadas. En las celebradas en Atenas en el 2004, por ejemplo, el equipo chino masculino de florete perdió la final ante el italiano por tres tocados. Luego, la comisión técnica demostró que, por lo menos en cinco tocados, el árbitro húngaro se había equivocado en contra de nuestros floretistas. La Federación Internacional de Esgrima lo descalificó del evento y le impuso una suspensión de dos años, pero el equipo chino no tuvo más remedio que conformarse con la medalla de plata.
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