Seguramente recordarán que en el último texto de nuestra serie "Historia Olímpica" nos referimos a que los participantes en las Olimpiadas se sometían previamente a un estricto proceso de selección. La razón es muy simple: para los griegos, los Juegos Olímpicos constituían una actividad sagrada, por lo que solamente las personas sin tacha podían participar en ellos. Los estrictos requisitos sobre el linaje y la moralidad exigidos a los atletas impedían el acceso de los miembros de las clases inferiores, incluida la numerosa población de esclavos.
La participación en los Juegos Olímpicos exigía el cumplimiento de llamativas exigencias étnicas y religiosas. En concreto, quienes aspiraban a tomar parte en el acontecimiento como atletas debían cumplir las siguientes condiciones:
Ante todo debían ser griegos de pura sangre. Como actividad de carácter esencialmente nacional, en los Juegos no se admitía a los extranjeros.
En segundo lugar, debían ser ciudadanos libres. A fin de no empañar la sacralidad de los Juegos, los ciudadanos sin una conducta intachable y los esclavos tenían prohibida la entrada en los lugares donde se disputaban las pruebas.
En tercer lugar, debían ser hombres. Al papel de las mujeres en las antiguas Olimpiadas le dedicaremos un programa especial de esta serie.
Y por último, los atletas debían permanecer concentrados los diez meses anteriores al evento: los nueve primeros en su ciudad-estado y el décimo en la organizadora y a las órdenes de los árbitros.
En teoría, cualquier ciudadano libre podía participar en los Juegos Olímpicos. Pero en la práctica poca gente podía permitirse el lujo de dejar de trabajar para seguir un entrenamiento sistemático. De ahí que la mayoría de los participantes fueran aristócratas propietarios de esclavos.
Por lo general, los atletas, provenientes de todos los rincones de Grecia, pasaban el último mes de la concentración en la ciudad de Elis. Supervisados e instruidos por los árbitros, únicamente podían comer cereales, frutas y verduras. Al término de los entrenamientos, los árbitros elaboraban una clasificación basada en las cualidades físicas y morales de los candidatos.
Tras ser seleccionados para participar en los Juegos Olímpicos, los atletas prestaban juramento ante la estatua de Zeus, ceremonia sagrada en la que un juez enumeraba a los seleccionados uno por uno, para que el público ratificara su idoneidad. Con la mano derecha levantada, decían en voz alta su nombre y la ciudad-estado de la que provenían. Luego juraban que se habían preparado durante diez meses y que en su afán por alcanzar la victoria no violarían los reglamentos. Por último, se comprometían a aceptar el castigo de Zeus si rompían su juramento.
Los antiguos griegos eran un pueblo muy devoto. Por eso se cree que después de esta ceremonia de carácter profundamente religioso ningún atleta se atrevía a quebrantar su juramento. No obstante, ni los relámpagos de Zeus pudieron garantizar que a lo largo de los mil años de Olimpiadas no hubiera quienes intentaran agarrarse a un clavo ardiendo. En estos casos, los infractores eran castigados con latigazos y elevadas multas. Las seis estatuas de Zeus en bronce erigidas ante la entrada del estadio olímpico se habían costeado con dinero procedente de tales multas. Además de los nombres de los castigados y de sus infracciones, en las estatuas se inscribían sentencias como estas: "En Olimpia vencerás a tus rivales solo por medio de la fuerza y la habilidad; el dinero de nada te servirá"; y "Las Olimpiadas no son un concurso de riqueza, sino de fuerza". Estas estatuas servían de advertencia y contribuían de este modo a mantener la pureza deportiva de los Juegos.
Una vez prestado el juramento, los nombres de los candidatos seleccionados se hacían públicos tallándolos en una tabla de madera que se colocaba en el lugar más llamativo de la ciudad de Olimpia.
En la víspera de la inauguración de los Juegos, un juez pronunciaba ante los atletas una alocución cuyo contenido era más o menos el siguiente:
"Si los resultados de tu entrenamiento te han hecho digno de participar en las Olimpiadas; si no tienes pereza ni deshonor de que avergonzarte, ¡ve adelante con valentía! Si deseas retirarte, ahora aún puedes hacerlo".
Una vez tomada la decisión de seguir adelante, nadie, bajo ningún pretexto, podía abandonar las pruebas; y quien lo hacía, era castigado con una fuerte multa. Tras someterse a los exámenes definitivos, igualmente rigurosos, los atletas se dirigirían desnudos al estadio, que se encontraba al noreste del templo. Allí lucharían por la victoria, honor que no solo les pertenecía a ellos, sino que se extendía a su ciudad-estado.
Además de un acontecimiento deportivo en el que se medían la fuerza y la habilidad, las antiguas Olimpiadas eran también una gran fiesta cultural.
Antes de la celebración de los Juegos, el árbitro despachaba a mensajeros con la misión de difundir ampliamente la orden de la tregua sagrada. Mientras los atletas y los entrenadores se trasladaban de Elis a Olimpia, representantes de las ciudades–estado y multitudes provenientes de toda Grecia y de sus colonias en Asia, África, Italia y Sicilia se dirigían al mismo lugar, de modo que los caminos que llevaban a Olimpia se veían muy concurridos.
En un alarde de riqueza y elegancia, todo el mundo vestía sus mejores galas y lucía sus joyas más valiosas. Aparte de las disputadas pruebas, en los prados cercanos a la ciudad se montaban tiendas multicolores y se celebran diversas actividades, creándose un ambiente carnavalesco. Los diplomáticos firmaban tratados; los artistas exponían sus obras; los poetas recitaban poesías; los eruditos intercambiaban opiniones; los filósofos pronunciaban discursos; los comerciantes no desaprovechaban ninguna oportunidad de hacer negocio; e incluso algunos nobles patrocinaban concursos privados para encontrar a un distinguido joven como yerno.
Resulta evidente, pues, que, lejos de circunscribirse a un evento deportivo, los Juegos Olímpicos constituían una destacada faceta de la cultura, la religión, la política y la economía de la antigua Grecia. De hecho, en aquellos tiempos era la fiesta más espléndida del mundo occidental. |