La segunda edición de los Juegos Olímpicos de la Edad Moderna, la celebrada en París en 1900, resultó un fracaso debido a su caótica organización. Sin embargo, en aquella ocasión se logró un avance tan inesperado como trascendental para la historia del olimpismo: la participación de las mujeres.
Conforme a la antigua tradición griega, y a la mentalidad de Pierre de Coubertin, las mujeres no podían participar en los Juegos. Coubertin había dicho que estos se establecieron "para los hombres más distinguidos", por lo que las mujeres quedaban excluidas de sus planes. El griego Demetrius Vikelas, primer presidente del Comité Olímpico Internacional, estaba de acuerdo con el pedagogo francés en mantener la tradición.
En los tiempos de Coubertin (1863-1937), las normas que regían la sociedad europea discriminaban a la población femenina. Por poner un ejemplo, no estaba bien visto que una mujer saltara más arriba de donde llegaban sus rodillas ni más lejos de una tercera parte de su altura. Eso significaba que una señora que midiera 1,60 metros no podía dar pasos de más de medio metro. Según una creencia muy extendida en aquella época, quienes no cumplían estas y otras reglas se arriesgaban a no poder dar a luz hijos sanos, la cualidad que más se valoraba en las mujeres de principios del siglo XX.
Totalmente de acuerdo con las convenciones sociales imperantes, Coubertin decía que "la gloria de una mujer consiste en la cantidad y la calidad de sus hijos" y que "su tarea más importante en los Juegos es animar a su marido y a sus hijos". Nadie puede negar que el reinstaurador de los Juegos Olímpicos fue una figura extraordinaria; pero también hay que admitir que su postura con respecto a la participación de las mujeres era extremadamente conservadora.
A pesar de todos estos obstáculos sociales, en las segundas Olimpiadas más de una decena de deportistas femeninas, cuatro de ellas francesas, decidieron romper la milenaria. tradición. Como explicamos en nuestro anterior programa, los organizadores de la Exposición Universal lo fueron también de los Juegos Olímpicos, acontecimiento deportivo que solo les interesaba en su vertiente comercial. Justamente por este motivo, se mantuvieron indiferentes ante la firme negativa de los dirigentes olímpicos a aceptar la participación de mujeres. De hecho, los organizadores de la Exposición pensaban que su presencia en las pruebas deportivas sería un buen reclamo publicitario. Así que, aprovechando el desorden organizativo, once deportistas femeninas lograron inscribirse en las pruebas de los Juegos de París. Ni que decir tiene que Coubertin lamentó profundamente la negligencia mostrada por el Comité Organizador.
Como en estas Olimpiadas aún no había pruebas diferenciadas para hombre y mujeres, las participantes femeninas disputaron las pruebas de tenis y golf junto con los deportistas masculinos. Aunque su participación podría describirse como un "incidente", no cabe duda de que la presencia de mujeres en una competición internacional, un hecho sin precedentes, marcó un antes y un después en la historia del deporte. Ni siquiera un personaje tan influyente como Coubertin pudo impedir la participación femenina en los segundos Juegos Olímpicos de la Era Moderna. A partir de entonces, las mujeres compartirían con los hombres el sufrimiento, la alegría y la gloria inherentes a las competiciones deportivas.
Ahora vamos a cambiar de tercio para explicarles una anécdota de los primeros tiempos del olimpismo. Su protagonista es considerado el primer campeón tramposo.
En la prueba de maratón de los III Juegos Olímpicos, celebrados en la ciudad estadounidense de Saint Louis, un atleta de los Estados Unidos se mantuvo en cabeza durante los primeros diez kilómetros, momento en que una rampa en la pierna le obligó a detenerse. El vehículo de la organización que marchaba detrás de los corredores lo recogió.
Al cabo de un rato de descanso, la pierna dejó de dolerle. El automóvil en el que iba se detenía de vez en cuando para recoger a los atletas que abandonaban por agotamiento o lesión. Cuando aquel atleta estadounidense se dio cuenta de que solo faltaban cinco kilómetros para llegar a la línea de llegada, que era la misma que la de salida, decidió apearse del lento vehículo e ir caminando hasta el estadio para recoger sus pertenencias.
Pero como después del paseo en coche se encontraba muy descansado, empezó a correr rápidamente y rebasó a todos los demás atletas. Los espectadores que se alineaban en el tramo final de la carrera, al ver que un compatriota suyo se hallaba muy cerca de la llegada y seguía corriendo velozmente, lo aplaudían como a un auténtico campeón. En medio de los aplausos y las ovaciones, el atleta cambió de idea y pensó que si seguía corriendo de aquel modo ganaría la medalla de oro.
Finalmente, entró en el estadio como un vencedor. El público, admirado de que aquel individuo concluyera en excelentes condiciones una prueba tan difícil como el maratón, lo recibió entre vítores y lo consideró un héroe nacional. Y fue la propia hija del presidente de los Estados Unidos quien le impuso la medalla de oro.
Pero como suele ocurrirles a la mayoría de los tramposos, la gloria de ser campeón olímpico no tardó en desvanecerse. Varias personas lo reconocieron y explicaron que había recorrido más de veinte kilómetros de la prueba subido en un automóvil. El comité organizador le retiró la medalla, le impuso una multa y concedió la medalla de oro al atleta, también estadounidense, que había cruzado la meta en segundo lugar.
Curiosamente, años después se descubrió que este tampoco había ganado honradamente, puesto que a media carrera, cuando ya se sentía exhausto, tomó una sustancia estimulante que le dio su entrenador. De todas maneras, su título era legal, ya que el Comité Olímpico Internacional no prohibió el uso de estimulantes hasta 1960. |