Alrededor del siglo V a. de C., la sociedad esclavista griega y las Olimpiadas llegaron a su apogeo. Pero tras haber alcanzado su cima, ambas entraron en un prolongado pero inexorable declive. La agudización de las contradicciones sociales y, sobre todo, la guerra del Peloponeso, debilitaron a la comunidad griega y provocaron un grave deterioro de su cultura, incluidos los Juegos Olímpicos.
La guerra entre las ciudades de la Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta, y las de la Liga Ática, encabezada por Atenas, se prolongó los veintisiete años que van del 431 al 404 a. de C. La devastación económica provocada por la guerra, que terminó con la victoria de los espartanos, marcó el inicio del ocaso de la antigua Grecia, puesto que ninguna de las partes beligerantes, ni la vencedora ni la vencida, lograr recuperar su antigua prosperidad.
La guerra del Peloponeso señaló asimismo el principio del fin de las Olimpiadas. Acosadas por la depresión económica y la corrupción de los valores sociales, las pruebas atléticas empezaron a perder su significado originario. Durante siglos, el carácter religioso de los Juegos Olímpicos había garantizado su pureza. Temerosos de Zeus, Apolo, Poseidón, Hércules y otro dioses y héroes, los atletas no aspiraban más que a alcanzar la gloria.
En efecto, al principio, a los vencedores se les distinguía solamente con una corona hecha de ramas de olivo, reconocimiento espiritual mediante el que se premiaba su dedicación al deporte. Pero poco a poco, las ciudades-estado fueron otorgando a sus mejores atletas privilegios cada vez mayores: comida y vivienda gratis y vitalicias; mejores asientos en el teatro; e incluso inmunidad judicial.
En una sociedad caracterizada por el deterioro continuo de la situación económica, esta práctica estimuló a un número creciente de atletas a participar en los Juegos con el único fin de lograr ventajas materiales. Algunos de ellos hacían giras por toda Grecia para tomar parte en diversas competiciones y trocaban sus títulos por privilegios y riquezas. Así fue como aparecieron los primeros deportistas profesionales.
A diferencia de los aficionados, que no se entrenaban ni competían hasta que se acercaba la Olimpiada, los profesionales se ganaban la vida participando en torneos y practicaban el deporte como un trabajo. De ahí que intentaran conseguir la victoria por todos los medios. La llegada de este tipo de atletas vino a corromper los ideales olímpicos de formar a jóvenes bien desarrollados física y espiritualmente, y de fomentar la amistad y la armonía a través de la competición.
Los atletas profesionales, por lo general mejor preparados, fueron arrinconando a los aficionados, lo que a su vez provocó tanto la reducción de la magnitud de los Juegos Olímpicos como el enfriamiento del entusiasmo del público. Reacios a convertirse en atletas profesionales, los aristócratas mostraban ahora más interés por presenciar las pruebas desde las gradas que por participar en ellas. Fueron muchos los filósofos, pedagogos y artistas de la época que, preocupados por el envilecimiento del deporte, llamaron a recuperar la dignidad y gloria de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, sus llamamientos no pudieron impedir que el mal que siempre había permanecido oculto tras el esplendor de las Olimpiadas se agravara hasta el punto de que todo lo que quedó de ellas fueron las apariencias.
La importancia de los Juegos Olímpicos se redujo aun más cuando en el siglo II a. de C. Grecia se convirtió en una provincia de la República Romana. En esta época se introdujeron deportes marcados por su brutalidad, como el boxeo, al que ya nos referimos en un programa anterior.
Uno de los factores que más influyó en la desaparición de las antiguas Olimpiadas fue la pujanza del cristianismo. Los cristianos consideraban erróneo dedicarse a fortalecer el cuerpo, ya que su dios no salvaba los cuerpos mortales sino las almas inmortales. Además, el politeísmo y la idolatría de los antiguos griegos chocaban frontalmente con las doctrinas del dios cristiano. Se comprende así que, una vez obtenida la hegemonía en el mundo occidental, los cristianos proscribieran los Juegos Olímpicos, evento que los griegos habían considerado sagrado.
En el año 380, Teodosio I el Grande declaró el cristianismo religión oficial del Estado. Considerándolos inmorales y ateos, en el 394 el último soberano del Imperio Romano unificado decretó la supresión de los Juegos Olímpicos, celebrados 293 veces a los largo de sus 1169 años de existencia.
Más tarde, la ciudad de Olimpia fue devastada en una guerra. Y en 426, escudándose en la lucha contra el paganismo, Teodosio II ordenó incendiar todos sus edificios. Así fue como el espléndido templo de Zeus, una de las siete maravillas del mundo antiguo, quedó reducido a escombros. Casi cien años más tarde, una excepcional inundación primero y un terremoto después sepultaron los restos de Olimpia y con ellos la última huella de los Juegos Olímpicos de la antigüedad. Con el transcurso del tiempo, el lugar que había sido escenario de grandes fiestas deportivas y culturales se convirtió en una cantera, y el recuerdo de las pruebas atléticas se perdió. El descubrimiento de la espectacularidad y la gloria de las Olimpiadas, así como el renacer de los elevados ideales olímpicos tuvieron que esperar hasta finales del siglo XIX.
Los Juegos Olímpicos terminaron por desaparecer, pero la aspiración a la paz y la armonía de los antiguos griegos es eterna. En el periodo más oscuro de la Edad Media, la luz de la civilización griega guió a los grandes pensadores europeos hacia el redescubrimiento del potencial del ser humano, potencial que poco después cristalizaría en la época de notable desarrollo de las artes y las ciencias que hoy conocemos como Renacimiento. |