Aún no salía de mi asombro tras haber conocido al Buda de Leshan cuando supe que nuestro siguiente destino era Emeishan (la montaña Emei). La emoción me invadió.
La primera vez que vi imágenes del lugar fue cuando un amigo me regaló un libro de fotografías sobre los paisajes más bellos de China. Sin embargo, la foto era de la visión panorámica desde la montaña, así que nunca imaginé encontrar los tesoros que resguarda en su cima. Pero vayamos desde el principio.
En la Cima Dorada de la montaña Emei
El trayecto en autobús hacia la Cima Dorada de la montaña Emei fue todo un espectáculo. El bosque que rodea al monte sagrado se extendía más allá de donde mi vista llegaba. Entre los árboles nacían decenas de manantiales y cascadas que alimentaban un caudaloso río, revuelto por la lluvia que se hizo presente una vez más.
La guía local no contó que en la reserva natural de Emeishan el número de especies vegetales es el triple que en toda Europa, dato que por sí solo nos da una idea de las dimensiones del bosque. Por eso los chinos han nombrado a esta zona como "museo ecológico".
Pero también alberga cerca de 2,300 especies animales, entre ellas, pandas rojos y monos. Según la guía, estos últimos pueden ser amigables o muy hostiles, dependiendo la altura. Los que habitan al pie de la montaña están familiarizados con los seres humanos, se acercan y hasta posan para la foto; más arriba suelen ser traviesos y curiosos, y algunos roban las cámaras fotográficas o la comida de los turistas distraídos; los que viven cerca de la cima tienen un comportamiento hosco, y a veces pueden reaccionar de forma agresiva si ven a alguien vestido de rojo.
El interior del templo de Samantabhadra
Por desgracia, no pudimos ver a ningún mono en el camino, pero la visión paradisiaca no dio lugar a decepciones.
Continuamos el acenso a la cima, ubicada a más de tres mil metros de altura, a través de una angosta y sinuosa carretera. Ahí se construyó el primer templo budista de China en el siglo I de nuestra era. Por ello, Emeishan es uno de los cuatro lugares sagrados del budismo en el país.
Tras una hora de camino llegamos a la estación del teleférico, a dos mil y pico metros de altura, el cual abordamos para llegar, por fin, al pico del monte sagrado. El teleférico no era como los que se encuentran en otras zonas turísticas de China, con dos o cuatro asientos; sino más bien, un pequeño vagón del metro, que soporta el peso de hasta cien personas.
Elefante blanco, figura sagrada del budismo
El ascenso final fue, literalmente, un viaje entre nubes, que penetraban incluso al vagón. Se podía sentir en la piel la fría humedad de la neblina. Pero lo mejor sucedió al abrirse las puertas; un camino custodiado por esculturas de elefantes blancos nos condujo hacia el punto clave de nuestra visita: el templo dedicado a Samantabhadra, el Buda originario, primordial, que simboliza la pureza y la luz.
Entendí entonces por qué le llaman a este pico la Cima Dorada. La figura enorme de Samantabhadra, montado en un elefante blanco, resguardando con su postura de flor de loto el horizonte, es toda del color del sol, y resalta entre el mar de nubes de rodean el lugar. Fue esculpida en el año 980 y pesa 62 toneladas.
Cuando las condiciones meteorológicas lo permiten se puede observar la "luz de Buda", que no es sino los rayos del sol que refleja Samantabhadra en las nubes. Lamentablemente, la lluvia y la espesura del bosque nebuloso nos impidieron observar el fenómeno.
Una vista misteriosa en la Cima Dorada
Al estar en la Cima Dorada uno no puede más que estar en silencio, contemplando al enorme vigía, disfrutando del paseo en medio del cielo.
Lo lamentable es que todo tiene un fin, y nuestra visita a la Cima Dorada concluyó luego de una hora. Había llegado el momento de partir, y disfrutar de nuevo la espectacular vista durante el camino al pie de la montaña.
A media tarde, luego de un banquete donde abundó la comida picante, regresamos a la ciudad de Chengdu, la capital Sichuan. Nuestra visita a una de las provincias más bellas de China estaba llegando a su fin, así que el cerrojazo debía ser con broche de oro. Y lo fue.
El último punto al que llegamos fue el Museo Jingsha, que resguarda un sinfín de objetos con más de tres mil años de antigüedad, pertenecientes a la época del antiguo Reino Shu.
Réplica del pájaro de fuego
La zona arqueológica donde se ubica el museo fue descubierta por casualidad en 2001, cuando se realizaban ahí labores de construcción. Se han encontrado ahí desde objetos de jade, estatuas de bronce y figurillas de piedra, hasta vasijas y colmillos de elefante. Además, los especialistas han diseñado una aldea que recrea la forma de vida de los antiguos chinos, que habitaban en chozas y tenían una estructura familiar bien jerarquizada, donde la mujer tenía un peso importante, sin representar ello un matriarcado.
Algo que me llamó mucho la atención fue un árbol semipetrificado, hallado justo a la mitad del proceso en que la madera se transforma en carbón natural, lo cual toma miles de años. Había también una máscara de oro que me resultó muy familiar, pues tiene casi la misma forma que las máscaras encontradas en las zonas mayas de mi país.
Máscara de oro, descubierta en la ruina de la cultura antigua Sanxingdui
Pero la estrella del lugar es, sin duda, una pequeña corona dedicada al Pájaro del Sol, símbolo de la ciudad de Chengdu. Completamente de oro, este aro revela el culto que rendían al astro rey los ancestros de la civilización china, que buscaban la luz y la inmortalidad.
La sensación de estar ante objetos de una civilización de hace tres mil años es realmente indescriptible.
Y con esa impresión concluyó un viaje de cinco días, en el que pude acompañar a los ganadores del concurso "Quiero visitar Sichuan". A lo largo de este tiempo no he hecho más que maravillarme con los paisajes, los recursos naturales, la comida, la gente y el misticismo de una de las provincias más bellas de China. Sin duda, un día regresaré, pues al igual que miles de visitantes que han pisado esta tierra, quedé prendado de las maravillas que encierra Sichuan.