Desde que se percibe el aire de esta ciudad siglos de historia pesan en tu alma. China es una leyenda. Cada pedazo de esta tierra lleva el sello de una cultura que se resiste al tiempo y a muchos de los misterios de occidente. Felizmente cuando caminas por algunos de sus callejones, el gesto de la gente te ilustra constantemente que las tradiciones permanecen, sobrevuelan la ciudad como dragones eternos.
Ante los ojos de occidente los criterios son variados y hasta agresivos. Pero como cada hombre se crea un universo intimo, cada país tiene su esencia que como una línea infinita va enlazando a una generación tras otra. Este es el mundo que han creado los chinos piedra sobre piedra, con la misma sangre repartida bajo la mirada profunda de sus dioses. Los ojos razgados esconden no sé qué misterio de perpetuidad que asombra desde cualquier rincón del mundo.
Cuando miras a Beijing descubres que paciencia y constancia sostienen a esta ciudad. El contraste de las antiguas y las nuevas edificaciones resisten el invierno poderoso y esperan pacientemente el fluido del verano. Aquí se respeta a los ancianos y a los dioses. Personas de todas las edades vistan los templos con merecido respeto. Los más jóvenes evocando a sus ancestros unen sus manos con inciensos y hacen la reverencia. El soplo vital se esparce por todas partes. Ese humo viaja en el tiempo y aclara el futuro.
En su génesis Beijing también fue capital de seis dinastías chinas. Reliquias culturales y sitios históricos convierten a la ciudad en un museo. La cifra oficial señala que existen más de 130 museos oficiales en los que se conservan más de 3 millones de piezas.
Cuando llegué a China se vivían los últimos vestigios del año del buey. Recibimos el del tigre con las explosiones y los adornos rojos por todas partes. Días intensos y muy fríos. La ciudad con un perfecto diseño blanco luce apacible. El paso de la gente cambia el panorama después de tanta nieve. La más grande nevada en los últimos 50 años según los especialistas. El sol temeroso se esconde. Aquí en Beijing la gente no se detiene. Millones de cuerpos trabajan enérgicamente. Apartan el traje blanco y desafían el aire frío.
Cuando estas en esta parte del mundo reconoces porque en cualquier lugar del planeta se distingue a un chino. Además de su ya conocida resistencia, el chino es un ser humano que lleva la cultura de la tierra que lo vió nacer en cada gesto, en cada mirada, en cada palabra que lanza al viento. Más allá del dialecto o el origen étnico se visten con el alma de su tierra. Por eso siglos después en América, sus templos y costumbres sobreviven. Muchos de sus nombres quedaron en el olvido pero sus huellas las repartieron como pan divino en cada calle o ciudad donde vivieron.
Beijing es para mí ese pedazo de la China milenaria que visitaron los primeros occidentales, el soplo irremediable de los emperadores y sus dinastías, el desesperado grito de los incomprendidos en medio de las guerras, la ciudad que hoy se abre al mundo y defiende sus memorias.