Beijing me dio la bienvenida vestida de blanco, una fría mañana de noviembre.
Desde el Boeing B747 de la aerolínea Air China, la tenue luz del amanecer dejaba ver los techos y calles tapizados de nieve.
Apenas podía creerlo, había dejado México, mi país natal, y ahora estaba del otro lado del mundo. Crucé el Océano Pacífico para llegar a la capital del gigante asiático, nación que ha surgido como la gran potencia económica y del cual el planeta está ansioso por conocer más.
Al descender del enorme pájaro metálico, donde viajamos más de 400 pasajeros desde Los Angeles, Estados Unidos, mis ojos quedaron atónitos al pisar el aeropuerto más grande del planeta, inaugurado en la antesala de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008.
La terminal, con 986 mil metros cuadrados, combina lo tradicional con lo moderno, al igual que todos los megaproyectos de la República Popular China. Su techo tiene forma de dragón, y las columnas rojas que lo sostienen, como soldados erguidos, evocan las fachadas de los templos chinos.
Caminar por las entrañas del animal mitológico fue una grata experiencia, porque las primeras luces del alba, que penetraban a través de los cientos de cristales que conforman su estructura, adquirían tonos anaranjados y amarillos, en alusión a los colores representativos de China.
Además, su diseño llamó mi atención por el aprovechamiento de la luz natural, para ahorrar energía y ganar calor por la mañana. Y con esa calidez, miles de personas despiden o reciben a sus seres queridos todos los días.
El aeropuerto fue sólo una muestra de lo que encontraría en Beijing: modernidad que convive, enaltece y preserva las tradiciones de una cultura milenaria.
Al dejar la tibieza del lugar me adentré en la ciudad para respirar el aire gélido. Era la primera vez que veía nevar y me emocioné como una niña cuando el blanco confeti cayó sobre mi cara, a pesar de que el frío se colaba en mis huesos y me entumía.
Al llegar al barrio de Babaoshan, al oeste de Beijing, los árboles se escondían entre los altos edificios para evitar que la escarcha les arrebatara las últimas hojas. Pero, inevitablemente, quedaron desnudos.
Aunque hacía frío, los beijineses están acostumbrados a temperaturas de diez grados bajo cero en invierno, así que un poco de nieve no les impidió salir a las calles y seguir con su vida cotidiana; eso sí, cubiertos con gruesos abrigos y guantes, así como con coquetas bufandas y gorros, en el caso de las mujeres.
Los vientos gélidos tampoco frenaron el rodar de las más de ocho millones de bicicletas que circulan por las calles de Beijing, uno de los transportes más usados, y que le dieron a China el nombre de "el reino de las bicicletas", en la década de los 80.
Como al país asiático le preocupa el medio ambiente, en los últimos años se ha convertido en el mayor productor, consumidor y exportador de bicicletas eléctricas en el mundo, con el fin de ofrecer a sus ciudadanos vehículos limpios para trasladarse.
Conocer la ciudad de Beijing a bordo de un moderno velocípedo debe ser una experiencia valiosa, así que no me perderé la oportunidad de viajar en uno con canastilla al frente, y convertirme en parte de los 540 millones de ciclistas del país.
Al caminar por las calles, observé que en la capital de China hay muchos coches nuevos, lo que refleja la mejora económica de esta nación. He leído que durante 2009 se estrenaron diariamente 1,500 carros, por lo que el parque vehicular de Beijing consta, hoy día, de tres millones 500 mil autos.
A pesar de este incremento, existe un carril en las principales avenidas de la ciudad para el uso exclusivo de ciclistas.
Después de mi arribo, una de las grandes experiencias fue mi primera visita a un centro comercial, ya que no sólo la mayoría de las marcas y empaques eran diferentes, sino también los productos.
Cuando caminé por el área de alimentos me sentí como en un típico mercado mexicano, donde los vendedores gritan a los compradores: "Pásele, pásele, marchante, qué va a llevar, qué le damos".
Aunque no entendía el griterío de los chinos imaginé que invitaban al visitante a las ofertas, igual que en mi país.
No sólo eso me remitió a México, sino también la gran variedad de frutas, vegetales y alimentos preparados. Percibí una rica gama de olores, texturas, sabores y formas. Había vísceras, tallarines, patitas de pollo, tortillas de huevo, bolitas de carne, queso de soya, "oreja de ratón" (una variedad de hongo), y hasta bambú, que es delicioso.
Y qué decir de los mariscos, que se ofrecen vivos en grandes contenedores de cristal, para que el cliente pueda apreciarlos mejor. Pescados, pulpos y cangrejos, que en algún momento pensé saldrían de la pecera, formaban parte del colorido paisaje del lugar.
Se dice que en China existen cuatro principales estilos de comida, de las regiones de Cantón, Sichuan, Shandong y Huaiyang. Como es sabido, la cocina de este país es de las más condimentadas. El uso de algas, cebollinos, jengibre, frutos secos del fresno espinoso chino, aceite de ajonjolí o sésamo, vino de arroz, salsa de soja, de pescado o tamarindo, son algunos ejemplos de ello.
Hace unos días comí unos tán tán mián, tallarines de la provincia de Sichuan, y me sorprendió lo picantes que eran; pensé que sólo a los mexicanos nos gustaba este sabor. ¡Probaré todo lo que pueda de una de las gastronomías más variadas del mundo!
Debo destacar que cuando los chinos se sientan a la mesa no sólo lo hacen para comer, sino también para compartir, y aunque cada comensal tiene su propio tazón de arroz, el resto de los platos son comunales, y de ellos se toma una porción con los palillos. ¡Tendré que ensayar mucho para dominarlos si quiero comer al estilo chino!
Además del manejo de los palillos, también debo aprender a comunicarme con los habitantes de Beijing, con quienes he logrado entenderme, por ahora, en una de las formas más elementales: el lenguaje corporal, así como con un poco de inglés.
El chino mandarín es complicado, debido a que no utiliza un alfabeto, sino la caligrafía a base de trazos, considerados como una joya en la cultura oriental. Estos símbolos tienen una rica gama de formas y rasgos, y para algunos representa un arte similar a la pintura.
Los primeros rastros de la caligrafía china datan de la dinastía Shang (1766-1027 antes de Cristo) y a partir de ahí se derivó la escritura de Japón, Corea y otros países del sudeste asiático que, con el tiempo, desarrollaron sus propias escuelas y estilos.
Afortunadamente para mí, existe un sistema romanizado del mandarín llamado Pinyin, que significa "deletreo por sonido", donde se usan letras del alfabeto latino para escribir, fonéticamente, las palabras chinas.
El Pinyin fue aprobado en 1958, y adoptado oficialmente por el gobierno de la República Popular China en 1979.
Aunque este sistema nos ayuda a los extranjeros a entender mejor el chino, la pronunciación es difícil, debido a que el idioma se pronuncia con cuatro tonos diferentes y, si se hace mal, seguro se dirá una palabra en lugar de otra.
Lo bueno es que los chinos siempre están dispuestos a auxiliar a los foráneos con la pronunciación, así que ellos serán mis mejores maestros.
Apenas tengo una semana en Beijing, pero esta ciudad ha comenzado a enamorarme. Todos mis sentidos están abiertos para vivir y disfrutar a la China de Confucio, Mencio y Mao Zedong.
Seguro que al cabo de un año, tiempo en el que trabajaré en Radio Internacional de China, esta gran nación me habrá robado el corazón.